La respuesta militar de Israel al ataque de Hamás del 7 de octubre está causando una amplia indignación internacional, cristalizada esta semana en una resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que reclama “amplias y urgentes pausas y corredores humanitarios” en Gaza. Exigen que dure un “número de días suficiente” que permita el acceso pleno, rápido, seguro y sin límites a las agencias de la ONU y sus socios. La resolución es vinculante; sin embargo, nada garantiza que esto ocurra. Ahora, como otras veces en el pasado, como cuando se conminó a Israel a que detuviera la colonización, la comunidad internacional no impone efectivamente su voluntad al Estado israelí. ¿Por qué es así?
El alto representante de la UE para Política Exterior y de Seguridad, Josep Borrell, afirmó el viernes en Ramala que el actual episodio bélico en Gaza “es el resultado de un fracaso colectivo, político y moral de la comunidad internacional”. Esta, según él, respalda teóricamente desde hace décadas la solución de los dos Estados “sin hacer lo necesario para aplicarla en la práctica” y “desatendiendo” un conflicto por el que israelíes y palestinos “están pagando un precio muy alto”.
Esta constatación general tiene derivadas específicas una vez aplicada a la parte israelí, la fuerza dominante en el conflicto y potencia ocupante. En esta óptica, Estados Unidos tiene una relevante cuota de responsabilidad en el fracaso colectivo del que habla Borrell. El apoyo y el amparo de Washington ―único actor con capacidad de influencia real sobre Israel a la vista del fundamental apoyo militar que le brinda, y además potencia con derecho de veto en el Consejo de Seguridad― es una clave esencial para entender el margen de acción de Israel. Los países europeos también tienen responsabilidad, pero inferior, por cuanto su capacidad de influencia sobre Israel también es menor.
La posición de una fuerza hegemónica como EE UU y el diseño institucional de la ONU, que impide que pueda ser eficaz en materia de seguridad si no hay consenso entre potencias, explican que aunque amplias mayorías hayan reprobado acciones de Israel en la Asamblea General, o incluso en el Consejo de Seguridad de la ONU, esa voluntad política no haya tenido consecuencias fácticas. A veces, Washington ha dejado pasar resoluciones incómodas para su aliado, pero nunca ha ejercido o dejado ejercer una presión sustancial para alcanzar plenamente ciertos objetivos, fueran pausas humanitarias, paralizar la colonización o constituir un Estado palestino.
En la crisis actual, Israel sufrió un ataque bárbaro por parte de Hamás que le dio derecho de legítima defensa. La manera en la que esta se está produciendo provoca un inmenso sufrimiento humano, por medio de tácticas de castigo colectivo que para muchos expertos encarnan crímenes de guerra. Pese a la presión internacional, prosigue con sus bombardeos masivos y en un cerco a la Franja que deja pasar solo una cantidad ínfima de productos básicos como alimentos, agua o combustible. El episodio entronca con un largo patrón de excesos y abusos en el legítimo intento de garantizar su seguridad. A continuación, algunas claves y datos para ahondar en la cuestión de la capacidad de influencia que tienen distintos actores internacionales sobre las acciones de Israel y de por qué no la han utilizado a fondo.
El amparo de EE UU
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La historia del Estado de Israel no puede entenderse sin el respaldo activo de EE UU, que desde hace décadas apoya y protege al Estado judío.
Washington ha sido constante en esta posición de respaldo, que se concreta en una poderosa ayuda militar y en un amparo político en la ONU. Las razones pueden ser auténticas convicciones políticas y morales que provengan de la voluntad de defender un hogar seguro para el pueblo que sufrió la más tremenda persecución de la historia de la humanidad; de política interna, gracias a la considerable influencia nacional de la comunidad judía o provenir de intereses estratégicos en la región, con varios países árabes que tendían a aliarse con la antigua URSS, y con la confrontación con Irán desde el establecimiento de la República islámica.
El respaldo, sin embargo, no excluye que la relación entre EE UU e Israel haya tenido altibajos. Si en innumerables ocasiones Washington ha bloqueado iniciativas en la ONU esgrimiendo su poder de veto, en algunas significativas circunstancias, por exasperación, sí ha dejado tirado a su aliado en esa sede. Es célebre, por ejemplo, la resolución 2334 de 2016 que dejó pasar la Administración de Barack Obama y que propinaba un tremendo golpe a la colonización. La resolución de esta semana, que aprobó EE UU y que ni siquiera incluye una condena de Hamás por su ataque, es otra fuerte señal crítica. En muchas otras situaciones, EE UU ha manifestado de forma bilateral o incluso pública su disgusto por algunas políticas, y sin duda presiones estadounidenses no evidentes habrán logrado resultados a lo largo de la historia reciente.
Pero Washington nunca ha dado ―o permitido que se diera― un empuje decisivo para el cese de la ocupación, de la colonización. O para constituir un Estado palestino, detener campañas militares que quizás sin sus gestiones hubieran sido más brutales aún, pero que en todo caso han causado un sufrimiento atroz a los civiles y, según muchos expertos, abundantes crímenes de guerra.
EE UU es el gran aliado militar de Israel y, por esa vía, quien más influencia tiene sobre él. Condicionar esa ayuda al respeto de ciertos límites tendría con toda probabilidad mucha eficacia a la vista de la importancia fundamental que tiene.
A lo largo de décadas, el apoyo de Washington ha sido de una cantidad y calidad enorme, determinando el favorable balance militar del que goza Israel en la región. Solo en la década cubierta por el vigente memorando de entendimiento, Washington tiene previsto entregar ayuda militar a Israel por valor de 38.000 millones de dólares. Esto representa aproximadamente el doble del presupuesto anual total de Defensa de un país como España, mucho más grande por economía y población que Israel. Hay estimaciones según las que el monto total de ayuda militar a Israel del contribuyente estadounidense supera los 300.000 millones de dólares una vez actualizado por la inflación.
No solo la cuantía es enorme: la calidad es determinante. EE UU persigue una política activa que busca garantizar a Israel siempre un margen de ventaja cualitativa con respeto a sus adversarios. Así, por ejemplo, Israel ha sido el primer país en recibir aviones de combate F-35, los más avanzados en el mundo, de producción estadounidense, y EE UU está involucrado en la base industrial de la Cúpula de Hierro, el sistema de defensa antimisiles que protege a Israel.
Imaginarse un EE UU que respalde una iniciativa sancionatoria en la ONU por la colonización ilegal es prácticamente imposible. Pero, ¿qué habría pasado si se hubiese condicionado la entrega de F-35 y piezas fundamentales para la Cúpula de Hierro a la congelación de la colonización, o a la aceptación de una tregua humanitaria en estos días?
La aquiescencia de Europa
Si bien la responsabilidad de EE UU merece una consideración prioritaria en el fracaso colectivo del que habla Borrell, Europa también tiene una cuota significativa. Hay dos planos, el de la UE como bloque, y las posiciones nacionales de los distintos Estados, que obviamente influyen en el primero, pero también tienen un recorrido propio.
La UE no es una potencia geopolítica o militar, y en ese sentido le faltan importantes palancas de influencia. Sin embargo, la UE es el primer socio comercial de Israel. Un 28% del comercio de bienes de Israel en 2022 fue con países del bloque comunitario. Esto no es lo mismo que ser un suministrador esencial de arsenales, pero tampoco es algo indiferente. El apartheid de Sudáfrica no cayó por medios de poder duro, sino por la vía de una enorme presión diplomática, comercial, cultural, mediática.
Sin embargo, al igual que en otros asuntos, la UE tiene dificultades para articular posiciones comunes en esta cuestión. Una resolución de finales de octubre en la Asamblea General de la ONU que también reclamaba una tregua humanitaria ―que fue aprobada por 120 votos a favor, 45 abstenciones y 14 en contra, entre ellos Israel y EE UU― es una buena muestra de ese descoyuntamiento: hubo países de la UE a favor, en contra y otros que se abstuvieron.
En términos específicos, el pasado nazi de Alemania paraliza a la principal potencia europea en esta cuestión. El pasado colaborador también sigue teniendo peso en Italia. Francia, segunda potencia de la UE, es hogar de la mayor comunidad judía de Europa.
La enorme cautela de países importantes y las discrepancias internas explican, al menos en parte, que la UE no haya emprendido nunca acciones de peso para tratar de ejercer influencia sobre Israel. Incluso medidas sobre el mero etiquetado de productos procedentes de territorios ocupados y colonizados han sido objeto de dificultades.
Rusia, potencia euroasiática, ha cultivado, por su parte, relaciones cada vez más estrechas con Israel durante las dos décadas de poder de Vladímir Putin. El país no tenía de todas formas la capacidad de influencia de las potencias occidentales, pero en todo caso esa política de acercamiento ha inhibido movimientos tangibles. Esto está cambiando, con la relación cada vez más estrecha entre Moscú y Teherán. El tiempo dirá qué consecuencias tendrá.
La impotencia de la ONU
Esta realidad política de fondo impacta de lleno en la capacidad de Naciones Unidas de trasladar enunciados políticos con apoyo muy mayoritario a la realidad sobre el terreno.
La ONU tiene instrumentos para otorgar una dimensión ejecutiva a sus decisiones, para influir en el curso real de los acontecimientos, como el despliegue de misiones de paz ―ahora mismo hay 12, con 90.000 efectivos― o la imposición de sanciones que, aunque con eficacia limitada, sí representan un poderoso instrumento de presión.
La ONU, además, plasmó en las conclusiones de la Cumbre Mundial de 2005 el concepto de “responsabilidad de proteger”, según el que (art. 138) cada Estado tiene la responsabilidad de proteger a su población de genocidio, crímenes de guerra, limpieza étnica y crímenes contra la humanidad; y (art. 139) la comunidad internacional también tiene la responsabilidad de proteger a pueblos de esos crímenes a través de medios pacíficos. “En ese contexto, estamos listos para actuar colectivamente, de manera eficaz y tempestiva […], si los medios pacíficos resultan inadecuados y las autoridades nacionales manifiestamente fracasan en proteger a su población”, reza el artículo.
El principio ha sido invocado en algunas circunstancias en el pasado en crisis internacionales (por ejemplo, la de Libia). En el conflicto en Gaza, algunos expertos creen que no es aplicable, porque se refiere al deber de los Estados de proteger a su población, y los gazatíes no entrarían en esa categoría con respecto a Israel. Pero otros consideran que, ya que la Franja es considerada por la ONU como territorio ocupado, Israel sí tiene responsabilidad sobre la población que reside ahí.
En cualquier caso, por una vía u otra, cualquier acción ejecutiva requiere una voluntad política que nunca ha cuajado, sobre todo por la férrea protección que EE UU ha brindado a su aliado en el Consejo de Seguridad.
Conclusiones
El palestino-israelí es un conflicto de una inmensa complejidad que concita dispares juicios políticos. Hay graves responsabilidades en ambos bandos. Israel, como potencia ocupante, tiene responsabilidades específicas. Como democracia, debería tener estándares morales que no cabe esperar de una organización como Hamás, considerada terrorista por la UE. Varias de sus políticas han sido tachadas de ilegales por la comunidad internacional, y muchos expertos consideran que acumula crímenes de guerra. No hay sentencias sobre estos casos porque Israel no es parte del Estatuto de Roma y, por tanto, no se somete al Tribunal Penal Internacional, pero después de que, hace unos años, Palestina fue admitida como miembro, han empezado investigaciones y en años venideros podrían llegar sentencias.
Mientras, queda la constatación política de que, se consideren justificadas o no, las acciones de Israel solo han sido posibles por el respaldo activo de la potencia hegemónica ―EE UU― y una incapacidad ejecutiva de la ONU derivada en gran medida de ese respaldo.
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