En los años noventa, el Milan se apoderó del fútbol. Arrigo Sacchi fue un revolucionario que cambió la cultura del calcio italiano y los principios de la presión creando un equipo que defendía hacia delante, que atacaba al que tenía el balón, que aplastaba a los rivales como a moscas contra la raya de banda. Fue admirado e imitado, logrando lo mejor que puede conseguir un entrenador a través de un equipo: influir para siempre.
Si en lo futbolístico aquel Milan fue de Sacchi, en lo político y social fue, indiscutiblemente, de Berlusconi, quien compró aquel Milan para mayor gloria personal y convirtió el éxito futbolístico en una plataforma de promoción con objetivos políticos. Sacchi habrá cambiado el fútbol, pero Berlusconi cambió la manera de entender la política. No fue el primero que conoció las posibilidades publicitarias del fútbol, pero sí el que lo hizo con más inteligencia y descaro. Cuando el fútbol era ya muy popular, pero aún algo paleto, el Milan se paseaba con un glamour hasta entonces desconocido. Los jugadores vestían como para un desfile de moda, fueron la primera delegación deportiva que se hospedó en el exclusivo hotel Ritz de Madrid y los jugadores vendían éxito cada vez que se asomaban a las pantallas de la televisión. Mientras tanto, Berlusconi manejaba su propia imagen utilizando todos los principios del márketing empresarial.
Era un nuevo Agnelli, pero con grandes diferencias. Los Agnelli exhibían un poder casi aristocrático, había en toda la familia un misterio que los hacía inalcanzables. Berlusconi tenía demasiado sentido del espectáculo para apreciar las ventajas del misterio. Si tenía que visitar a los jugadores en Milanello (ciudad deportiva del Milan) lo hacía en helicóptero, interrumpiendo el entrenamiento y con gran expectación periodística. Sus canales de televisión hicieron de los entrenamientos una mina de la que extrajo dinero y prestigio popular. Además, como sabemos, hacía alarde de un machismo desacomplejado exhibiendo a mujeres jóvenes y hermosas como una demostración más de su poder. Su electorado parecía encantado, quizás porque habíamos entrado de lleno en la sociedad del espectáculo y él lo había entendido antes y mejor que nadie.
Destilaba autoridad, tanto que cuando lo convirtió en capital político, se acostumbró a abusar de ese poder. Pero en las distancias cortas no era un monstruo, al contrario, tenía la simpatía del tahúr, el humor clasista del nuevo rico y el cinismo de los que se sienten por encima del bien y del mal. Berlusconi era un espectáculo andante.
Uno de los momentos de mayor gloria de aquel Milan ocurrió en Barcelona el 24 de mayo de 1989, en la final de la todavía Copa de Europa frente al Steaua de Bucarest. Antes del partido, Berlusconi pasó por la capilla que hay a la salida del túnel de vestuario del Camp Nou y estuvo ahí, recogido, un buen rato. Cuando luego pasó por el vestuario, le contó a Sacchi que en el estadio había una capilla y que venía de allí:
—¿Fue a rezar, presidente? —preguntó Sacchi.
—No —contestó Berlusconi—, le fui a decir que ellos son comunistas.
Ahí está Berlusconi de cuerpo entero, sacando ventaja de lo divino y lo humano con su inalterable sonrisa.
Aquella final la ganó 4 a 0 el Milan en uno de esos partidos en los que el Milan y el fútbol mismo alcanzaron su plenitud. A la contundencia del resultado le agregaron un juego de un atractivo insuperable. Las individualidades estuvieron inspiradas y el equipo funcionó como una orquesta. Al día siguiente la Gazzetta dello Sport tituló: “Así se juega en el paraíso”. Seguramente sin saber lo que le había susurrado el propietario del Milan al dueño del paraíso.
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